Un estudio de rutina le reveló que tenía Hepatitis C, y aún desconoce cómo se contagió
Sus días transcurrían con normalidad. La rutina de trabajar, cuidar a su padre, actuar en teatros y compartir con familiares y amigos parecía ser más que satisfactoria. Y de repente, con solo abrir un sobre, la vida se convirtió en sinónimo de angustias, malestares y carencia.
Carmen entregaba todas sus energías y más al trabajo. Dedicó veintidós años de su vida a su último empleo en una óptica, donde fungía como supervisora y ayudante de los oftalmólogos. Pero su compromiso con su faena la hizo olvidar el compromiso con su salud. “Ahí me entregué en cuerpo y alma. Iba con fiebre, como estuviera, días libres, en vacaciones, lo que fuera”, aceptó la mujer, que hoy tiene 73 años.
A pesar de sentirse en perfecto estado de salud, Carmen accedió a hacerse unos exámenes médicos junto a varios amigos de la vecindad. Días después, llegó un sobre a su oficina, el cual guardó sin siquiera prestarle atención. Como de costumbre, salió a eso de las tres de la tarde para ingerir su primera comida del día, y se llevó los resultados.
Cuando veo, digo: ´¡No, esta no soy yo!´. Decía que había salido positivo a Hepatitis C. ´Pero es que ¿de dónde?´”, pensó Carmen en aquel momento, donde mil emociones se adueñaron de su cuerpo y mente. Al final, reinó la incredulidad.
Carmen, que entonces tenía 58 años, ni siquiera entendía qué significaba estar infectada con Hepatitis C. Y al ir descubriendo información solo aumentaba su negación. No podía entender cómo era posible que tuviera el virus, si nunca había tenido vicios y llevaba una vida sexual responsable. Quiso creer que se trataba de un error, y actuó como tal.
Al compartir la “equivocación” de los resultados, sus compañeras de trabajo la motivaron a que visitara a un médico. Aceptó. Le hicieron una biopsia, la cual confirmó que su cuerpo estaba ocupado por un enemigo con el que tendría que pelear una ardua batalla. Sin embargo, la enfermedad no fue la gran adversaria, sino el tratamiento. Los hábitos alimenticios de Carmen no eran compatibles con la rutina que debía cumplir si quería mejorar la condición de su hígado.
Los medicamentos la hicieron bajar de peso dramáticamente, y las náuseas, diarreas y cansancio la convirtieron en otra mujer. De ser una persona activa, productiva y enérgica, pasó a ser un cuerpo lánguido, de 85 libras, que pasaba sus días en una cama. Tuvo que dejar el trabajo y, además, soportar los comentarios crueles e ignorantes de quienes descubrieron su enfermedad. “A veces sentía a la gente como rara. Por ejemplo, la familia de mi nieta mayor le decían: ´No vayas más allá porque eso es un peligro´”, narró Carmen, dramatizando el desdén con el que la trataron.
El día 30 de abril de 2004 quedó grabado en la mente de la septuagenaria. “Ya yo no podía más. Ese día yo me sentía bien débil. Me acosté, me puse en posición fetal, y ahí me estaba yendo”, recordó con tristeza, para luego hablar sobre su experiencia en el famoso túnel de la muerte. “A mí me hablaban del túnel, y yo decía: ´Eso es cosa de antes. El túnel no existe´, pero el túnel existe. Era oscuro y como un embudo. Yo iba a las millas por ahí, y cuando estoy llegando a unas luces, me levantaron”, narró.
Su padre notó el estado crítico en que se encontraba Carmen y buscó ayuda, hasta lograr que llegara una prima. “Cuando ella me movió, ahí frené”, contó la mujer, haciendo referencia al viaje que emprendió en el túnel con los brazos extendidos, como si se tratara de Superman. La última imagen que presenció fue a su prima ahogada en llanto y gritos, pues recuperó su conciencia al día siguiente, ya estando en el hospital.
Carmen tuvo que abandonar el tratamiento para su Hepatitis y fortalecer su cuerpo. Aunque contó con la compañía de sus dos hijos en los momentos críticos, fueron sus vecinos los que la apoyaron día a día, tanto emocional como financieramente. De hecho, su enfermedad la llevó a reflexionar muchísimo sobre las decisiones que tomó en su vida, pues se vio sin un solo dólar cuando más necesitaba dinero. Siempre había imaginado que trabajaría hasta los 62 años, y luego podría vivir tranquilamente con su seguro social. En sus planes nunca estuvo verse entre la vida y la muerte a causa de una Hepatitis C.
Al día de hoy, desconoce cómo se contagió con el virus. Pudo ser una transfusión de sangre que necesitó en el 1985, o bien cuando se tatuó las cejas o se hizo manicuras y pedicuras en lugares donde no desinfectaban las herramientas. Lo cierto es que ha tenido que aprender a vivir con la infección, aunque aún no ha hecho el compromiso de tener a su salud como prioridad. “Tengo que estar pendiente de otras cosas”, opinó, al hacer referencia a su madre, de 93 años, sus hijos y las responsabilidades diarias.
Pinky, su perrita Chihuahua, es su fiel compañía y una de sus motivaciones principales para mantenerse viva. Aceptó que le teme a la muerte y que le pide a Dios unos años más de vida “para poder encaminar a muchas personas, verlas que salieron a flote”, dijo afligida, al pensar en el tumor que le encontraron a su hija en la cabeza.
Su más grande anhelo es tener el dinero suficiente para ayudar a todos aquellos que, como ella, viven día a día la preocupación de la carencia económica. Asimismo, sueña con tener el don de curar a los enfermos con un simple toque. Mientras fantasea con el bienestar de los demás, su hígado va en decadencia. La Hepatitis se convirtió en cirrosis, condición que dificulta la cicatrización y funcionamiento del órgano. En definitivas, ni la enfermedad ni los tratamientos la destruyeron: ella misma lo está haciendo.
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