Digo Tito, digo Tito,
la tormenta, la secuencia, la diferencia;
la tormenta cuando yo prosigo.
Sube el volumen del radio;
por puertas anchas yo te estoy cruzando.
No disimules, que lo mío te está avanzando;
se para gente en el murmuro,
te sigue arrasando.
-Tito

Mientras canta sus versos con el ritmo del rap, todo parece normal. Está enfocado, apasionado con la música, decidido a demostrar su talento. Cuando pasa de la canción a la conversación, la historia es otra. Entonces, vemos un joven con la mirada perdida, que limpia sus tenis con insistencia, que mantiene sus dedos pulgar e índice unidos permanentemente. Y de repente, lanza una mirada fija y abre grande sus ojos azules.

Tito, un hombre de 37 años, con bipolaridad y esquizofrenia, se describe a sí mismo como una persona humilde a la que le gustan los gallos de pelea y la música. Asimismo, enfatizó en su agrado por las mujeres. No puede controlar la risa mientras lo dice, y a la carcajada le sigue un largo silencio.

Mientras conversa, devora dos mantecados que le llevó su madre al Hogar Luz y Vida, en Mayagüez, donde sus padres lo ingresaron con la esperanza de que abandone los vicios de marihuana y cocaína. Tito, por su parte, recordó cómo se adentró al mundo de las drogas: cuando se afilió a la ganga de “los 25” a sus 16 años. “Un pana mío me entró”, recordó, para luego explicar que no tuvo que pasar por el acostumbrado y violento proceso de iniciación. En cambio, fue él quien dio golpizas a los que se unían a la pandilla. “Una vez, le dimos a un grandulón, que era un viejo, y nosotros (éramos) tres chamaquitos”, dijo entre carcajadas graves, típicas de un villano de películas. Aseguró que disfrutaba esas palizas, pues acostumbraba a pelear desde muy pequeño. “Yo estoy peleando desde que nací, desde los seis años”, expresó, para añadir que lo hacía para ganarse el respeto de los demás.

A los 16, entró a la ganga y consumió marihuana por primera vez. “Empecé dándome una jalaíta o dos”, confesó, quien terminó fumando hasta cinco cigarrillos de marihuana al día al alcanzar la adultez. Costear el vicio requería dinero; por cada cigarrillo, cinco dólares. Sus condiciones no le permiten trabajar, por lo que llegó a vender drogas y hasta sus propias pertenencias: zapatos, televisor, horno de microondas y todo lo que fuera necesario. “To´ lo que encontraba, lo vendía”, exclamó con su risa particular.

Mientras era adolescente, sus familiares desconocían su condición. Su madre explicó que, desde que Tito tenía 14 años, comenzó a notar un comportamiento extraño, y quiso llevarlo al psiquiatra. Pero era una familia de escasos recursos que, a su vez, luchaba con la burocracia y los problemas familiares. El tratamiento no inició hasta años después.

El sueño de su madre, María, era ver a Tito graduado de cuarto año. Pero el joven y la escuela no eran compatibles, así que lo matricularon en una academia militar de Salinas, con la esperanza de que un poco de disciplina cambiara sus actitudes. Terminó fugándose y regresando a su hogar en San Sebastián.

En ese tiempo, María vio en televisión a una mujer que explicaba las características de su hija bipolar, similares a las de Tito. Fue entonces cuando comenzó a familiarizarse con la condición que luego le diagnosticarían a su hijo.

El siguiente reto fue el consumo de los medicamentos. Tito se negaba a tomarlos, y, en su lugar, consumía drogas. Ya la marihuana no le parecía suficiente, y, a los 30, se inició en la cocaína. Pasaba todo el día durmiendo y toda la noche drogado. Aceptó que sus días consistían en “hueler y fumar”.

“Yo una vez paré de hueler (inhalar cocaína). Estuve un tiempo quita´o, y yo le dije a alguien que me llevara a un sitio, y como él no fumaba, él huelía, me dijo: ´Yo te compro una bolsita pa´ ti´. Me metí un pase y me envicié de nuevo”, lamentó el joven. Llegó el punto en que el vicio estaba atentando contra su vida. María temía encontrarlo muerto por una sobredosis, máxime cuando no consumía alimentos. Esto la motivó a acudir a los tribunales para solicitar que, bajo la Ley 67-1993, internaran a su hijo en una institución que proveyera tratamiento para personas con desórdenes mentales y adicción a sustancias. Fue así que Tito entró al hogar, hace seis meses.

“Fue injusto. Ya era hora que saliera”, dijo Tito, para añadir que sus días transcurren en encierro, limpiando y recogiendo el patio del hogar. “A nadie le gustaría estar aquí”, aseguró quien aún siente coraje hacia sus padres y piensa en fugarse a diario. “Suerte que el juez dijo tres meses más. Yo estaba por irme ya”, afirmó convencido.

El joven no cree sufrir de una condición mental. “Lo único que, a veces, me da bravura y me descontrolo. Mi mente no está tan mal na´, pero, pues, ¿qué puedo hacer yo? Yo lo que tengo (que hacer) es vivir aparte, hacer una vida yo mismo, independiente, para no tener mucho problema”, reflexionó quien sueña con salir de la institución, conseguir una pareja, adquirir dinero e irse para Estados Unidos. “Quiero tener chavos pa´ desaparecerme, vivir mejor, pasear”, exclamó abriendo sus ojos.

En cuanto al vicio de drogas, está decidido a mantenerse “limpio” de la cocaína, pero no descarta darse “una jalaíta (de marihuana) de vez en cuando”. No obstante, su consejo a los jóvenes es que, bajo ninguna circunstancia, se liguen con el mundo de las sustancias controladas ilegales, pues reconoce que estas vienen acompañadas por violencia, muerte y cárcel. Sus discursos pueden parecer de dos personas diferentes. Quizá sus versos lo describen bien: es la tormenta y la diferencia, pero su voz debe ser escuchada.

*Se utilizaron nombres ficticios para la redacción de esta semblanza.*