Su disciplina y enfoque en el futuro fueron claves para superar lo vivido
-¿Y ahora, qué tú vas a hacer? ¡Estás solo!
-Contra, no te guilles. No hagas este abuso.
Dos disparos le siguieron a esa breve conversación que Armando tiene grabada en su memoria. Mataron a su vecino mientras él veía la escena, incrédulo, desde las escaleras de su casa en una urbanización de Mayagüez. Para ese entonces, tenía 18 años, y aunque la violencia era parte de su entorno cotidiano, ver cómo asesinaban a una persona querida le marcó la vida.
No fue la única muerte violenta que presenció. Un gran amigo de su infancia mató a otro residente del sector con seis balazos. “Pero antes de hacer eso, nos advierte: ´Quiero que se muevan de aquí porque voy a hacer esto, y no quiero que se me safe un tiro (y le dé) a uno de ustedes´”, recordó el joven, que hoy tiene 25 años.
Los primeros doce años de su vida los vivió en distintos caseríos del área oeste, donde darles batazos a caballos y ahogar en el río a los cerdos de la finca aledaña era el “juego” de algunos menores. “Muchos de los niños de lo que se acuerdan es del programa de Dora (serie de dibujos animados para infantes). Yo me acuerdo de muchas cosas de cuando era chamaquito. Son vivencias que me enseñaron a ser el hombre que soy hoy”, dijo Armando, serio y reflexivo.
Sus padres se separaron cuando apenas tenía dos años. Su padre, alcohólico, emigró hacia Estados Unidos y no entabló relaciones con sus retoños hasta que Armando alcanzó los doce años. Su madre, con personalidad dependiente y sin motivación, se encargó de Armando y sus dos hermanos con ayudas gubernamentales y de las parejas que ha tenido.
A pesar de haber cometido errores, su madre siempre intentó alejar al joven del bajo mundo. Sin embargo, lo que lograba era despertar su curiosidad porque regañaba y castigaba sin explicarle los porqués de sus argumentos. Armando, por su parte, sentía la necesidad de experimentar aquello que le prohibían y darse cuenta, por sí mismo, de qué era bueno y qué no. Con esta filosofía de vida, fumó marihuana por primera vez.
“Todo pasó porque, en mi casa, uno de los muchachos, corriéndole a los guardias, tiró lo que ellos le llaman ´el muerto´. Era una onza de marihuana en una bolsa ziploc, que ya estaba picá”, contó Armando, quien tenía 15 años para ese entonces. La persona fue a buscar su droga, pero Armando negó haberla visto. Decidió venderle “a otro títere” la bolsa de marihuana por setenta dólares, no sin antes guardar un poco en una caja de pantallas.
“Llamé a los amigos míos y dije: ´vamos a probar esto´. El primero en jalar y fumar fui yo. Lo único que yo hice fue jalar y botar humo. Era lo único que yo quería hacer. Yo no lo tragaba, como se supone”, contó el joven, quien hoy día no tiene ningún tipo de vicio.
Estuvo a punto de fumar la droga por segunda vez, pero un arresto lo detuvo. Estaban pasándose un cigarrillo de marihuana entre amigos. “En el momento que yo voy a coger el phillie, se acerca esta persona y le dice (a mi amigo): ´dame una cachá, brother´. Cuando mi amigo le extiende la mano para darle el phillie, la persona le da un manoplazo para que se le caiga de la mano, lo arresta y le dice: ´Policía de Puerto Rico. Agente encubierto´”, narró Armando, recordando el miedo que sintió en ese momento.
Aunque los policías no hicieron nada, más allá de hacerles pasar un susto y aconsejarlos, esta experiencia le puso un detente y no volvió a fumar jamás. Pasó a centrarse en trabajar. Durante el cuarto año de escuela superior, como parte de su práctica, entró a laborar en el archivo de una compañía privada.
A los pocos meses, se convirtió en empleado regular a tiempo completo y empezaron los problemas con su madre, quien le exigió que dejara el trabajo porque las ayudas gubernamentales que ella recibía se estaban viendo comprometidas por su ingreso.
Cuatro años transcurrieron en que las discusiones eran constantes. Su madre le exigía que pagara las facturas del hogar y lo botaba de la casa cuando le placía. Finalmente, Armando se fue. Pasó tres meses en casa de un amigo o durmiendo en su carro hasta que alcanzó que le aprobaran un préstamo hipotecario para adquirir su primera propiedad con solo 22 años.
Mientras tanto, en el trabajo procuró aprender tareas de todos los departamentos. Cerraron el archivo, y aquel joven deseoso de triunfar, pasó a encargarse de digitalizar documentos y ser el asistente del gerente general. Sin embargo, sentía que podía hacer más que ayudarle a su jefe en gestiones personales, por lo que solicitó ocupar el puesto de “representante de servicios” cuando se abrió la plaza.
Hoy día, se siente orgulloso de haber logrado alcanzar esa meta y ser el enlace entre la compañía, sus clientes y consultores. “Yo no soy creyente de que la vida ha sido mala conmigo. No. ¡Tú eres malo contigo!”, exclamó el joven, quien asegura que el no darse por vencido y luchar por adquirir sus propias cosas, han sido las características que han permitido su éxito.
Su rutina gira en torno al levantamiento de pesas, el trabajo y sus estudios. Es en la universidad donde ha tenido que alzar la voz en defensa de los residentes de caseríos cuando sus compañeros los tildan de “cafres” a base de estereotipos.
Aquel joven, que vivió rodeado de violencia y dificultades, hoy día es el soporte de su familia y el querendón de sus compañeros de trabajo. Muchos de sus amigos están muertos o encarcelados. Él, por el contrario, disfruta el resultado de su tesón. ¿Qué lo diferencia? “Yo tengo prioridades. Yo siempre establecí prioridades”.
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