El maltrato diario por manos de su madre la llevó a casarse a los 16 años
“Jamás en la vida encontrarás ternura mejor, más profunda, más desinteresada y verdadera que la de tu madre”, expresó el escritor francés Honoré de Balzac. Dos siglos separaron al novelista y a Susana, para quien no hay frase más lejana a la realidad. Su madre, en lugar de ternura, se encargó de darle golpes, insultos y amenazas. Y aunque intenta recordar alguna caricia o mimo, no existe ni siquiera uno en la memoria de la joven, que hoy tiene 37 años.
Susana creció junto a su madre y su padrastro, aunque siempre pensó que él era su padre biológico. Sin embargo, la relación con el hombre, quien la defendía, siempre tuvo que ser distante, porque si Lucy (como llamaremos a su progenitora) notaba que la niña dirigía su mirada hacia él, acompañaba los golpes con insultos: “¡Ah, le estás mirando los huevos!”. Eran palabras que aún Susana no entendía.
“Yo nunca me enteré de que papi Ramón no era mi papá”, compartió Susana, para añadir que la familia de su padrastro siempre la trató igual que a los demás niños. De hecho, rompe en llanto cuando imagina cómo pudo ser su vida si hubiese crecido en un hogar como el de ellos. Pero, cuando cursaba el primer grado, supo la verdad. “Nena, ¿pero tú eres bruta? ¡Qué estúpida! Si tú no eres mi prima. ¿Tú no has visto tus apellidos? Nosotros somos Rivera y tu apellido es Rodríguez. Tu papá es otro hombre. Ramón no es tu papá”, dijo una niña, prima del padrastro de Susana, en son de burla. Otro golpe, pero al corazón.
Día a día, mes a mes, año a año, Susana despertaba para escuchar a su madre tildándola de “puta”, cuando ella, a sus cinco años, se preguntaba qué significaban las palabras que le gritaba su progenitora. Y cómo olvidar la “cariñosa” frase que su madre le decía al oído cuando despedían el año en casa de amigos y se veía obligada a aparentar una muestra de cariño: “Este es el beso de Judas”. Dolían más los golpes que provocaban las palabras en el alma, que los que recibía el cuerpo de las manos “tiernas” de una madre.
Y los golpes físicos no fueron pocos ni corteses. “Varias veces me cogió por el cuello, y me alzó pa´ arriba. Se me espetaban (los clavos que estaban en las paredes de madera) en la cabeza y ella no me llevaba al doctor. Yo me acostaba a dormir así, con el bache de sangre. No me dejaba lavarme el pelo”, recordó Susana, quien, en aquel entonces, solo temía que las cucarachas y hormigas se sintieran atraídas por la sangre y vinieran a “comérsela”.
Se convirtió en adolescente, y nada cambió. De hecho, es imposible olvidar su primer período menstrual. “Me cogió patas arriba en la bañera y me cayó a puños, pero a puños, en el toto (la vulva), y yo con la cabeza guindando y con las patas pa´ arriba, porque ella era como un hombre encojoná”. ¿A qué se debió la golpiza? A que Susana colocó la toalla sanitaria cuando tenía su ropa interior a mitad de piernas y no antes.
Pasó a ser una jovencita, y nada cambió. Cuando la mandaban a barrer, debía procurar hacerlo meticulosamente, pues su madre iba fila por fila en búsqueda de alguna basurita. Si la encontraba, Susana tenía que reiniciar la tarea, luego de que la madera de la escoba se convirtiera en la herramienta para agredirla.
Bofetadas, arañazos, puños que le hinchaban los ojos o le rompían la boca, halones de pelo: solo un pequeño resumen de lo que vivía la joven a diario, quien en tres ocasiones perdió el conocimiento debido a las golpizas. De hecho, hoy día siente en sus ojos las secuelas de cuando su madre los presionaba, como queriendo explotarlos, pues no solo tiene un tic en ellos, sino que le duelen constantemente. Y como si no fuera suficiente aguantar los golpes, luego le tocaba llegar a la escuela con moretones, uniformes a mitad de pantorrilla y piernas sin afeitar, pues esas eran las reglas de su madre. Susana era la mayor atracción, y no por las mejores razones. Otro golpe, pero a la autoestima.
Pasó 16 años bajo el mismo techo que su madre. Los maestros, trabajadores sociales escolares y familiares de su padrastro llamaron en varias ocasiones al Departamento de la Familia, pero ella se limitaba a decir que se había golpeado con la puerta o se había caído. Tenía miedo de que su madre cumpliera su promesa y la matara si decía la verdad. Susana nunca habló con nadie sobre lo que le sucedía en su hogar, pero salió del mismo tan pronto surgió la oportunidad.
Su novio se percató del maltrato que Susana vivía, y le ofreció matrimonio cuando ella tenía 16 años. Aunque ahora, ya divorciada, se da cuenta de que no era un amor genuino lo que sentía por él, decidió dar el sí porque aquel buen hombre le presentó una oportunidad para escapar de su madre. Lucy, por su parte, le dejó claro que no aportaría un solo centavo para la boda, que nunca la visitaría y que esperaba que Susana tampoco lo hiciera. La joven cumplió su parte. Al día de hoy, Lucy cuestiona por qué su hija no la llama, no la visita y no la ama. Contestar esas preguntas puede resultar en perder el control y terminar faltándole el respeto. Susana prefiere guardar silencio.
Quien fue una víctima de su madre le asegura a sus hijos todo lo que no recibió ella: ropa, dinero para la escuela, libertad de expresarse y una profunda confianza. Y aunque les recuerda a diario cuánto los ama, con palabras y acciones, siente que hay ataduras que no le permiten expresar todo el afecto que alberga hacia ellos. Nunca ha visitado a un psicólogo, pues considera que las heridas sanan con el tiempo, pero las laceraciones del corazón no se parecen a aquellas que tenía su cuerpo. Son mucho más profundas.
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