Tenía 19 años. Dejó a su hijo recién nacido en el hospital, junto con una carta dirigida a las enfermeras, pidiendo que lo cuidaran bien, ya que ella no podría. Firmó los papeles de adopción, y envió una carta a sus familiares informando que el niño había muerto.

Ese es un capítulo triste en la vida de Victoria, pero indagar en los cómo y en los porqués nos ayudará a entender mucho mejor cómo llegó a tomar esa decisión que la marcaría de por vida.

Victoria nació en un hogar pobre, y la enfermedad mental de su madre provocó que tuviera que crecer en hogares sustitutos, desde los cuatro hasta los 12 años. Y aunque sí pasó buenos momentos y conoció a quienes hoy considera dos hermanos más, la verdad nunca sintió que pertenecía.

La mayor parte de ese periodo, estuvo con una familia que ya tenía dos hijos adoptivos, y la sumaron a ella y a su hermano bajo el programa de hogar sustituto. «Ella quería más niños para jugar con los de ella, y también poder quedarse en su casa sin tener que trabajar, porque el gobierno le pagaba un poco por cuidar los niños», contó Victoria, reconociendo que siempre sintió que el trato hacia ella y su hermano fue distinto.

Tras ocho años de altas y bajas, Victoria pudo regresar con su familia biológica, de vuelta a la pobreza, a la que ya no estaba acostumbrada. Pasó de vivir con una familia que tenía tradiciones, y que celebraba fechas especiales, a manos de su familia biológica, en donde no recordaban su cumpleaños y los regalos de Navidad venían en una caja que llevaba el gobierno a las familias pobres. Pasó de tenerlo todo a tener muy poco, en términos materiales.

Pero en términos de amor maternal, volvió a donde pertenecía. Al principio fue raro, pero luego disfrutaba el afecto de su madre, un sentimiento que nunca había experimentado antes. «Yo sabía que mi mamá era mi mamá porque me daba besos, mi mamá me ponía en la falda, aunque ya yo era grandecita, y siempre me hacía rock (refiriéndose a que la mecía en una silla). Y siempre me decía: ¿A quién tu quieres más? ¿A ellos o a mí? Y claro que yo sentía ese amor de mi madre, que era tan diferente. Siempre me preguntaba que a quién yo quería más, y yo siempre decía que a ella», rememoró Victoria.

Su padre, en cambio, fue una figura que imponía el miedo y los maltrataba físicamente. Sentía que la trataba como una esclava, ya que no le permitió estudiar y la puso a coger café, trabajar con caña, buscar agua en la quebrada y otras tantas tareas de una vida que ella nunca imaginó posible.

A los 18 años, le dio una paliza pensando que Victoria estaba encubriendo y ocultando información de su hermana, quien se había fugado a vivir con su pretendiente. Esa fue la gota que colmó el vaso, y Victoria ya estaba decidida a escapar de los maltratos para poder superarse en la vida.

Ya, para este tiempo, estaba enamorada de un hombre casado, a quien llamaremos Pablo, y quien era siete años mayor. «Él decía las cosas que uno quería escuchar. Cuando se fue (mi hermana), él sabía que ahora tenía oportunidad. Un día, cuando papi fue a jugar gallos, él se entró por detrás de la casa y se entró a mi cuarto de dormir, y pasó lo que pasó, sin yo querer«.

Luego de decir estas palabras, Victoria continuó sin darle mucho color al asunto. Al final de la conversación, reconoció que nunca había compartido esa parte de la historia; que siempre decidió ocultarla por miedo a que la gente la juzgara pensando que ella provocó la situación. «La gente va a decir ‘tú sabías que él era casado, por eso te pasó. Coge ahora’. Todo el mundo me hubiera echado la culpa a mí, que yo me puse en posición para que pasara algo así», lamentó la mujer.

A unas semanas de la violación, Victoria comenzó a sentir los síntomas del embarazo, y al contárselo a Pablo, él sugirió el aborto. Ella se negó, y él le propuso que se mudara a una casa de un pueblo aledaño. Esa noche, confiando en él, cogió su maleta y se fue corriendo.

En ese momento, Victoria tenía dos cosas: una maleta con ropa y un miedo profundo a que su padre la matara si se enteraba del embarazo. Precisamente, para escapar de esa posibilidad, aceptó la propuesta que le hizo Pablo, a cuatro días de haberse mudado, de regresar a Estados Unidos, donde él la alcanzaría un tiempo después. «Pues vino un carro público, me llevó al aeropuerto, y yo en mi corazón sentía ‘este me está abandonando'».

El avión aterrizó, y ella no tenía dónde quedarse ni a quien llamar, y solo contaba con los veinte dólares que le dio Pablo al despedirse. En ese momento, recordó el número telefónico de Ellen, quien fue su madre sustituta en la niñez. Después de años sin comunicarse con ellos, rogó que el número siguiera siendo el mismo que guardaba en su memoria, y así fue. Consiguió refugio en esa familia, y a la semana ya había recibido las letras de abandono de Pablo. «Te escribo esta carta para decirte adiós».

Pasaron cuatro meses de embarazo antes de confesarle a Ellen, entre llantos, que estaba esperando un hijo. Y aunque tenía miedo, nunca imaginó la respuesta que recibiría: «Te voy a dar dos opciones: o te vas a una clínica y abortas tu bebé, o lo tienes que poner a adoptar. Y yo dije: ‘¡Ninguno! Lo quiero para mí'», cuenta Victoria, con la impotencia que sintió en ese momento.

Ante la presión, decidió mentir, diciendo que quería dar a su hijo en adopción. Ella no perdía la esperanza de que cuando Ellen viera al niño, se arrepintiera y le permitiera quedárselo. Si no, esta estrategia le daría tiempo de ahorrar dinero, y poder irse a vivir con su hermana, con quien aún no había logrado tener comunicación.

Faltaba poco para dar a luz, y volvieron a sentarla. Esta vez, el esposo de Ellen. «Yo conozco una señora que no puede tener hijos, y ella quiere adoptar el bebé tuyo». Ahí fue cuando Victoria supo que ellos no cambiarían de opinión. Y así fue. Tuvo un embarazo de ocho meses y, al dar a luz, ya todos los papeles de adopción estaban listos.

«Pues, tuve el bebé», dice Victoria estallando en llanto…

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Ya en el hospital suplicó: «déjame quedarme con el bebé solamente un mes. Si me das solamente un mes, yo tengo tiempo de encontrar a mi hermana para irme con ella». A lo que Ellen contestó: «Si tú traes este bebé a casa un solo día, yo te voy a poner las maletas frente a la casa, y entonces, ¿qué tú vas a hacer sin dinero?, ¿cómo tú le vas a dar comida, ropa y lo que necesita un bebé? Tú no vas a poder criar el bebé sin nada, y no te vamos a dar nada tampoco, ni para un taxi».

Victoria estaba aterrada y confundida. Sentía que no tenía opciones. No conocía a nadie que pudiera ayudarle, no tenía dinero ni familia que la apoyara. Se ahoga en llanto al recordar la carta que dejó en el hospital suplicando que cuidaran bien de su bebé. «Imagínate, ir a tu casa sin tu bebé… Un sufrimiento tremendo», dice Victoria con voz entrecortada por el desconsuelo, confirmando que ese fue el momento más desgarrador de todo el proceso.

Dos días después, vino a recogerla una limosina para llevarla al estado contiguo, donde firmaría los papeles de adopción. Allí la esperaba quien fungiría como la nueva madre de su hijo, una mujer bien vestida de pelo rojo. «No te apures, tú eres joven. Yo tengo 35 años. Tú puedes tener más bebés», cuenta Victoria recordando el desdén con el que le hablaron, como si no tuviera sentimientos hacia el ser que acababa de traer al mundo.

Firmó los papeles ante el juez… No puede controlar el llanto al revivir el momento, y sentir que no luchó lo suficiente por su bebé.

Trató de olvidar y cerrar ese capítulo tan triste de su vida. Le dijo a su familia que el bebé nació muerto, e invirtió su tiempo en tomar el examen de Desarrollo Educativo General (GED, por sus siglas en inglés) y certificarse en enfermería.

Dos años después, la madre adoptiva del niño volvió a llamarla. Le permitiría verlo, ya que había pasado el tiempo suficiente para que, por ley, ella no pudiera hacer nada para recuperar a su hijo. Ese día, Victoria se dio cuenta de dos cosas: que, para su retoño, era una desconocida por la que sentía miedo, y que el papel de mujer rica que estaba jugando la madre adoptiva fue solo una estrategia para poder completar el proceso de adopción.

La realidad es que estaba casada con un hombre negro y pobre, pero llegó a un acuerdo con un hombre blanco y de dinero, ya que, en aquel entonces, no le adoptarían un niño a una pareja interracial. Así que, luego de esos dos años, el niño pasó a vivir en un hogar de escasos recursos, lo que también entristeció a Victoria, quien pensaba que su hijo tendría todas las oportunidades que ella no pudo ofrecerle.

Pasaron los años. Ya siendo una mujer de 26, Victoria conoció al que se convertiría en su esposo, a quien le contó la verdad desde el primer día. Ya casada, quedó embarazada, y perdió al bebé. «Yo creía que Dios me estaba castigando por no luchar por mi (primogénito)», expresó Victoria, quien luego pudo tener los dos hijos que tanto añoraba. Siente que, al haber perdido la oportunidad de criar a su hijo mayor, con los menores fue sobre protectora e intentó darles la vida que ella hubiese querido tener: un hogar estable, con tradiciones y amor.

Volvió a ver a Jack, su hijo mayor, cuando él tenía siete años y, luego, cuando tenía 16. Y así pasaron sus vidas, viéndose una vez cada cierta cantidad de años. Ella nunca cambió su número telefónico para que él siempre supiera dónde encontrarla. Jack pudo conocer a sus hermanos y ver la familia que Victoria había formado. «Por lo menos, yo tuve esto. No pude tener su vida, pero por lo menos tenía gotas de su vida», dice resignada.

Ya con 21 años, Jack retomó la comunicación con su madre, hasta que un día se atrevió a decirle: «¿Tú sabes qué? Yo veo la madre que eres tú con tus hijos, y me da mucha lástima que yo no te tuve a ti como madre, porque yo no tenía esa clase de amor, lo que tú le diste a tus hijos». Victoria confiesa que esas palabras la sorprendieron y también le rompieron el corazón.

La mujer pide permiso para fumar, para poder calmar los nervios. Me confiesa que la noche anterior no pudo dormir pensando en lo que diría, sin saber si estaba lista para contar toda la verdad que, hasta ahora, había ocultado.

Procede a relatar que Jack dejó de ser un niño, y se convirtió en un hombre de casi 30 años, con deseos de conocer sus raíces. Fue ahí cuando coordinaron un viaje para conocer a la familia, de la cual gran parte aún lo creía muerto. «Conoció a tanta gente que lo aceptó con amor», dice Victoria sonriendo, rememorando ese momento tan feliz en el que pudo vivir y disfrutar su verdad, junto a personas que significaban tanto para ella.

Desde entonces, ha ido curando sus heridas. Las pocas veces que ha compartido su historia, se ha sentido juzgada por personas que juran que jamás hubiesen hecho lo que ella, y que hubiesen luchado hasta las últimas consecuencias. Con la madurez que tiene hoy, imagina qué hubiese pasado si hubiera buscado ayuda en algún programa de asistencia para madres jóvenes solteras. Pero, a los 19 años, ni siquiera conocía que tales opciones existían.

Ella se convirtió en la ayuda que hubiese querido recibir, trabajando por 20 años en un centro de salud, enfocado en asistir a adolescentes y mujeres embarazadas. Fue ella la encargada de ayudarles a encontrar recursos para que pudieran tener sus bebés y quedárselos. Conociendo por lo que pasaban, se esmeraba en hacerlas sentir cómodas y entendidas.

La comunicación con Jack sigue siendo intermitente y, al día de hoy, nunca ha escuchado de su boca la palabra «mamá», y lo entiende, aunque no deja de desearlo.

Y, amigos, la vida… la energía trabaja de manera tan fascinante que el mismo día que me contó su historia recibió una llamada de su hijo, luego de dos años sin escuchar de él. Planifican volver a Puerto Rico pronto y, quien sabe, puedan solidificar aún más su relación.

Mientras tanto, ustedes ya tienen un pedacito de ellos, y mi mayor deseo es que reflexionen sobre una cosa: juzgar a una persona sin conocer sus porqués siempre será fácil. Solo estando en esos zapatos uno podría entenderlo. En términos más sencillos y como diría mi madre: NADIE sabe lo que hay en la olla, más que el que la menea.