Nota: Entrevisté a Adrian en el 2016, cuando apenas tenía 12 años. Te recomiendo leer esa primera parte antes de continuar con esta lectura. Para leer la parte 1, haz clic aquí.

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«En algún momento, me sentaré con mi madre y con mi padre, y les preguntaré por qué… ¿Por qué tú te ibas y me dejabas solo o me llevabas a esos sitios (barras y discotecas) a salir? ¿Por qué me tenías que dar? ¿Por qué te sacaste esas fotos? ¿¡Por qué, o sea, por qué!? No hay necesidad, no cabe en la cabeza mía», repite Adrian, recapitulando todas las interrogantes que aún tiene sin respuesta por parte de su madre.

Tampoco entiende las decisiones de su padre. «¿Por qué hizo lo que hizo? ¿Por qué, sabiendo que no tenía madre, por qué no se sentó conmigo (a estudiar), en vez de buscarme una tutora? Yo me crié con papi en vida de adulto, con los amigos de él, relajando con ellos. Yo pienso que yo nunca tuve una infancia», reflexiona el jovencito.

Sin embargo, siempre que habla de las faltas de su padre, añade una justificación, pues entiende que sus pobres decisiones fueron resultado de su ignorancia, y que, a pesar de todo, siempre estuvo presente en su vida, a diferencia de su madre. «Tal vez, nunca se sentó a estudiar conmigo, pero buscó la manera de que yo estudiara, buscó una tutora y cosas así», dice Adrian como ejemplo. Pero, aunque puede entender las razones, no deja de dolerle el que no le haya dedicado tiempo de calidad, como todo niño merece.

Ahora que tiene 17 años, puede darse cuenta de que, a diferencia de sus amiguitos, él nunca tuvo la seguridad de unos padres. «Siempre estaba del tingo al tango. No había estabilidad. Mi papá estaba a lo loco también. Yo hacía literalmente lo que me daba la gana. No tenía esa educación que se supone que le den a un nene. Alguien que me dijera: ‘te voy a enseñar a leer’. Cosas así, cosas estúpidas», dice Adrian, quien no ha parado de llorar desde que comenzó la conversación, y habla en frases cortas porque sus emociones lo ahogan.

Como consecuencia de la irresponsabilidad de sus padres, está aprendiendo ahora cosas que le hubiese gustado aprender de ellos en la niñez. Pequeños detalles, como recoger la cama al levantarse, tener una buena ortografía, cosas que entiende básicas, pero que nunca le enseñaron cuando era un niño. Es difícil, en esas circunstancias, no compararse con sus contemporáneos, cuando las diferencias en sus crianzas son tan evidentes.

«To’ los pais de los panas míos jugando baloncesto con ellos, y papi ha jugado baloncesto como dos veces en su vida. Y ni siquiera jugaba; tiraba la bola y ya. Papi ni siquiera jugaba conmigo. Yo iba pa’ los juegos, y iba solo. Y, obviamente, me hubiese gustado que estuvieran allí conmigo, pero tal vez no se podía», dice Adrian, con una capacidad de perdón que me sorprende.

Como se imaginarán, crecer en un ambiente como este lo tornó en un adolescente rebelde y lleno de rencores. Aunque siempre fue un buen jovencito, los encontronazos con su padre se volvieron cada vez más evidentes y, respecto a su madre, decidió cortar toda comunicación con ella por varios años.

«Estos cinco años transcurrieron que yo, sinceramente, no quería saber de ella, porque es una persona que me afectó tanto, me dolió tanto, me hizo tanto daño», cuenta Adrian, quien no logra recomponerse del llanto al dejar escapar la tristeza, decepción y rencor que ha guardado por años, en silencio, pretendiendo que nada ha pasado, que ha tenido una vida normal.

Pero algo cambió…

«Ella estaba en el hospital muriéndose, y ella quería verme más que a mí. Yo no quería ir, porque yo decía que ella no era mi madre y yo no quería saber de ella. Pero se iba a morir, y a quien único quería ver era a mí. Y yo entré a la sala del hospital, y la vi a ella a punto de morirse, y como que la vida me dijo: la pudiste aprovechar de cierta manera, aunque ella bregó mal contigo, y no lo hiciste. Ya es tarde, y no la vas a tener.»

Adrian llora desconsoladamente, mientras se lleva las manos al pecho tratando de recomponerse. Sus palabras apenas se entienden, y el llanto es tanto, que lo ahoga hasta hacerlo tocer. Ese sueño que le mostró a su madre moribunda lo impactó, a tal grado, que decidió visitarla. Le tomó un mes tomar la decisión, y allí estaba frente a ella, soltando su escudo de rencor e indiferencia, para empezar de nuevo y darle una nueva oportunidad.

«Entré a la casa de ella y empecé a llorar, porque me duele. Y como que intento hablarle normal, no pensar en lo que pasé con ella ni na’; no pensar en las cosas que viví, porque sé que, si es así, nunca le voy a hablar», reconoció, dejando saber que sigue siendo importante para él conectar con quien le dio la vida, más allá del rencor que pueda sentir. «A pesar de todo, sigue siendo mi madre, quiera o no quiera. Independientemente, soy sangre de ella».

En ese encuentro, pudo desahogarse un poco, y darse cuenta que ella ni siquiera recordaba muchos de los eventos que para él fueron tan traumáticos. «¿No recuerdas el dolor y lo mala madre que fuiste?», dice Adrian en voz alta, debatiéndose entre el perdón y el dolor.

En cuanto a su padre, asegura que su relación con él está mejor que siempre. «Papi, a pesar de todo, significa mucho para mí», dice, antes de que el llanto lo obligue a detenerse. Su padre ya no es el mismo hombre de antes, y ahora quiere evitar a toda costa que su hijo repita sus errores, aunque sus intenciones no siempre se comuniquen de la mejor manera.

«Papi es fuerte. Él quiere que obligatoriamente yo haga las cosas bien bien, como él diga y se acabó, cuando no es así. Lo que él considera bien… cuando obviamente tenemos pensamientos diferentes, estamos en épocas diferentes, modas diferentes, todo. Obviamente, ahora que voy creciendo lo entiendo cada día más, pero siempre hemos tenido buena relación. Yo creo que si no fuera por papi, no fuera la persona que soy hoy», dice Adrian, quien agradece las lecciones de su padre sobre ser humilde, cortés, respetar y preocuparse por los demás.

Trata de ver lo positivo de haber tenido una vida tan dura, pues esto lo ha enseñado a ser independiente, y lo ha motivado a trazarse metas y trabajar para lograrlas. «Simplemente cojo el ejemplo de papi y de mami, de que no quiero ser lo mismo que ellos, (quiero) ser mejor persona y no cometer los mismos errores», dice decididamente.

Por supuesto, superar lo vivido no es fácil. Insiste en que lo mejor es ignorar el pasado, intentar olvidarlo y pretender que todo fue normal. Ahora que tiene la libertad de tomar sus propias decisiones, solo quiere perdonar y enfocarse en las cosas buenas que puede traerle el futuro.

Ya obtuvo su cuarto año a través de unos exámenes, trabajó en Estados Unidos hasta ahorrar el dinero para comprar su carro, y vive una vida de adulto con trabajo y responsabilidades, pero siempre con la ayuda de quien ha sido constante: su abuela.

Asi va, logrando una meta para trazarse una más grande, con la ambición de tener una vida mucho más próspera y estable que la de sus padres. Es inspirador que pueda ser ejemplo para tantos jóvenes, cuando precisamente fue un buen ejemplo lo que le faltó.

Ya que va pisando el camino de la adultez, reconoce que los traumas causados por su madre juegan un papel importante al momento de fijarse en una pareja. A pesar de que racionalmente entiende que no puede generalizar a base de sus experiencias, reconoce que no se fijaría en una mujer que vista de manera provocativa, pues lo hace sentir inseguro. Dice ser muy selectivo, y busca una persona que le ayude, se preocupe por él y lo apoye, que sepa lo que quiere en su vida y luche por ello.

Ahora que habla de su presente y mira hacia el futuro, logra recomponerse, hasta sonreír imaginándose como padre. Sigue pensando en tener solo una cría, y la imagina niña. «Si yo fuera padre, yo sería como su mejor amigo. Que ella se sienta libre en contarme lo que quiera, lo que le esté pasando, lo que ella hizo mal; y no juzgarla, sino, como si fuera su mejor amigo, aconsejarla. Que se sienta cómoda conmigo, ser un buen padre, darle la educación que se supone, que juegue conmigo. Las cosas que yo nunca tuve, que ella las tenga».

Mira hacia el futuro y se ve compartiendo con sus padres, saliendo con ellos, hablando de sus vidas. Tiene la esperanza de que, poco a poco, el rencor se convierta en perdón, y el dolor en oportunidades de crecimiento. «Mi vida poco a poco ha ido mejorando. Mi relación con mis padres ha mejorado. Pienso que puede ser un nuevo comienzo».

Y así, un alma llena de dolor se convierte en una llena de esperanzas.