Renunció al sacerdocio tras reconocer que sus creencias no son cónsonas con la estructura del catolicismo

“Yo estoy en contra del celibato, estoy a favor de que las mujeres sean sacerdotes, estoy a favor de que se devuelva la comunión a los divorciados vueltos a casar”, expresó, de manera contundente, quien también defiende a la comunidad LGBTQ+ y disfruta del heavy metal. De hecho, viste una camisa de la banda Metallica, reconocida exponente de este género, así como varias sortijas y brazaletes plateados y negros.

Se trata del sacerdote Luis Alberto. Sí, sacerdote. Quizá, ser tan distante de los estereotipos que se asocian con líderes religiosos católicos es una de las razones por las que el hombre de 37 años espera la dispensa de Roma para culminar su servicio en el sacerdocio. A esto se unen las injusticias que vio dentro de la estructura eclesiástica y las relaciones afectivas que entabló durante el proceso de convertirse y fungir como cura.

Todo comenzó como una broma cuando tenía 17 años. Su madre sufría grandes episodios depresivos, y un día, solo por verla reír, lanzó el chiste: “Mami, me voy a meter a cura”. La mujer demostró una alegría tan llena de esperanza, que Luis sintió el compromiso de cumplir su palabra. “Al mes, yo estaba loco de largarme”, contó quien solo soportó dos meses en el seminario, centro de educación para futuros eclesiásticos.

Nueve años después, tras culminar sus estudios en sicología industrial y organizacional, retomó aquel camino. Aunque nunca había estado apasionado con la vida religiosa, sus allegados insistían en que estaba llamado para el sacerdocio, y él lo tomaba como palabra de Dios.

En el 2005, reinició el proceso: tres años de convivencias, efectuadas en Puerto Rico; dos años, en Perú, entre el noviciado y el estudiantado y, finalmente, el ordenamiento. “En términos de fe, a nosotros (los curas) nos dan churrasco, mientras a la gente los tienen con baby food. ¡Vamos a sacarlos del baby food! Vamos a sacarlos de este tema de las nubes, de los ángeles, de una fe de domingo, nada más una hora”, pensó el hombre, deseoso de provocar un cambio.

Pero el camino fue arduo. En Perú, las enemistades entre el grupo eran lamentables. En lugar de unión, abundaban las críticas y la xenofobia. No encontraba dentro de la estructura religiosa el vínculo personal que todo individuo necesita para vivir en sociedad. Fue entonces cuando se enamoró de una joven que daba clases de inglés a los futuros sacerdotes. No se trataba de un impulso sexual, sino de una conexión afectiva.

Por otro lado, veía cómo muchos hombres utilizaban el estudiantado para tener dónde comer, poder estudiar o esconder su homosexualidad. “Si yo tuve 50 compañeros, yo te puedo decir que como 40, o más, eran gais. Había homosexuales con vocación que, para mí, eran unos santos, pero había muchos que lo que estaban era escondiéndose porque venían de familias bien estrictas en la fe”, narró Luis, mostrando su desilusión.

Regresó a la isla una vez culminó los estudios. Retornó deprimido al reconocer sus deseos de abandonar el proceso, pero se obligaba a seguir, pues ya había cumplido cinco años en la vida religiosa. Faltaban dos semanas para ordenarse, pero las dudas estaban latentes. “Sentí que me estaban dando un ataúd (cuando me entregaron el hábito)”, narró.

Una vez le confirieron las órdenes sagradas, lo trasladaron a San Francisco de Macorís, en República Dominicana, y retomó sus ánimos. Lo asignaron a un área de extrema pobreza, donde atendía 29 capillas solo. Su llegada, a su vez, reanimó a la comunidad católica. Transformó a las iglesias en espacios vivos, donde la música recobró un lugar importante, donde en la misa se aprendía, mientras se disfrutaba, y donde, incluso, imitaba el reconocido paso de baile moonwalk, de Michael Jackson para capturar la atención de los feligreses.

Pero las injusticias continuaban y la criminalidad cada vez se sentía más cerca. Incluso, fue secuestrado por un sicario del propio gobierno, quien solicitó su ayuda para poder abandonar el bajo mundo sin ser asesinado por la policía de la república.

Para cerrar con broche de oro, le informaron que cerrarían esa misión. “Pero cómo va a ser, si esto es el único tesoro que tenemos en el Caribe. Todos son benditas parroquias y colegios, pero como esos dan muchos chavos, esos no los cierran”, reprochó el joven con profunda decepción, al reconocer la falta de prioridades de la estructura religiosa.

Lo relocalizaron en Puerto Rico. Se deprimió. No podía dormir, solo lloraba. “Ahí encontré a los panas míos de antes, empezamos a ir a conciertos de metal, y se me fue to´”, dijo entre carcajadas con su particular dinamismo. “Empecé a janguear sanamente, a volver a encontrarme conmigo mismo”, contó a quien catalogan como rebelde.

Su decepción con la Iglesia nunca afectó su compromiso con la gente. Recuerda con emoción las estrategias que utilizaba para captar la atención de los visitantes a misa. “Yo me salía del podio, caminaba encima de los bancos, me tiraba por las escaleras, pero hacía algo que tenía que ver con el tema”, recordó el aún sacerdote, quien logró tocar vidas de niños, jóvenes y adultos con su dinamismo. Incluso, visitaba los bares de su pueblo natal, donde compartía con la gente, que no salían de su asombro y hasta le pedían que dirigiera círculos de oración en pleno bullicio.

En verano del 2015, tomó una decisión final y firme: abandonaría el sacerdocio. Ha sufrido la resistencia de sus padres, se siente juzgado e incomprendido por muchos, pero su fe no se ha quebrantado. “La relación mía con Dios no me la puede frenar un hombre”, concluyó el joven, orgulloso de no ceder al fanatismo. Su objetivo no ha cambiado, seguirá sirviendo a Dios, pero sin cargar “el ataúd” que le entregaron hace unos años.

Semblanza redactada en 2016