Los sacrificios de una mujer por miedo a fallar a sus valores cristianos

“Dejarás a tu padre y a tu madre, te unirás a tu mujer y serán una sola carne”, recitó de memoria Raquel María, citando al libro bíblico Génesis. Medio siglo de vida ha pasado, pero recuerda con detalles el fervor con el que su madre defendía el matrimonio religioso cuando ella apenas era una niña. No imaginaba en ese entonces cómo esas palabras retumbarían en su cabeza a lo largo de su vida.

“Cuando mi mamá comenzó a conocer de Dios, ella entendía que todas las parejas que convivían debían de casarse. ¿Mandato de Dios, no? Ella caminaba estrechos caminos de tierra, de cascajo, y yo con ella, para buscar gente que se casaran. Ella fue una fiel trabajadora y creyente en esa semillita que sembró en mí”, relató la mujer, quien recuerda la estrecha relación de sus padres con los sacerdotes y monjas del barrio.

Su madre era una mujer de carácter fuerte, y no permitió que la niña cursara la escuela intermedia porque, al estar localizada en el casco urbano, la consideraba la meca de la perdición. Así que la joven, con apenas 13 años, fue matriculada en cursos nocturnos, a los que tenía que asistir con su hermano mayor y su progenitora, quienes estudiaban al mismo tiempo. A diferencia de las amiguitas de su edad, para Raquel, las horas diurnas eran el período de atarearse en la agricultura y dejar la casa reluciente.

Su casa dejó de ser hogar para convertirse en un “infierno”. Su mamá se enfermó, y le asignó a Raquel todas las responsabilidades domésticas. Las peleas entre sus padres eran constantes y nunca contó con el apoyo de su madre para cumplir su deseo de ser estilista. Se sentía inferior. Se puso rebelde y quería salir de la casa. En este ambiente, cuando ya tenía 18 años, Raquel se enamoró del pretendiente que nunca había soñado.

“Nos conocíamos de siempre. Él era un jodón de la vida, desde beber, enamora´o, todo ese tipo de cosas, y llegó a ser porteador de carro público. Mi familia se llevaba muy bien con él hasta que me enamoró a mí, lo cual no sé cómo pasó porque para mí él era de lo peor del barrio, pero, cosas que pasan”, lamentó Raquel, quien aún recuerda lo estresante que fue su noviazgo. “Cuando yo estaba vestida esperando a mi novio, estaba temblando de arriba a abajo porque ella (su madre) no lo quería. Inmediatamente él se iba, ella comenzaba a pelear”, recordó, casi con escalofríos.

Los comentarios de los vecinos ayudaban poco o nada. Raquel era “el tipo de muchacha seria, el tipo de muchacha buena que jamás cometería un desliz”, por lo que cualquier oportunidad era buena para criticar su relación con aquel Don Juan que le llevaba nueve años y tenía una hija. Pero ella estaba enamorada. Así que después de varios intentos infructuosos de pedir la aprobación de su madre para el casamiento, renunció a su sueño.

“Aquellos valores que yo tenía, aquellos valores que me habían inculcado de salir casada, los eché por la borda un día, me cegué y lo eché por la borda”, dijo con tristeza, al recordar el momento en que se fue a vivir con su enamorado.

Y así comenzó una vida totalmente diferente. “Yo deseé el peor momento que pasé en mi hogar con mi padre y mi madre, a pesar de que yo me quejo de mi madre”. Para empezar, Raquel no tenía una idea de lo que ocurriría la primera noche que pasara con su novio.

El conocimiento que tenía sobre el amor pasional estaba estrictamente limitado a lo que pudo leer de las novelas que escondía su madre y de lo que sus amigas compartían. Durante los primeros cuatro meses, el sexo era sinónimo de dolor y frustración. “Yo le cogí miedo. Yo no sabía lo que era un orgasmo. Si él lo quería hacer tres veces, ya yo le tenía terror. Y no le podía decir que no porque obviamente no me atrevía”, confesó.

Pero el sexo era un problema menor en comparación con los maltratos verbales y psicológicos que sufrió. Tenía que poner en manos de su pareja el cheque que con tanto esfuerzo se ganaba en una fábrica. Él, por su parte, utilizaba el dinero para comprar bebidas alcohólicas y pagar la de sus amigos, y si escuchaba un comentario que le desagradara, el plato de comida terminaba desparramado en el piso y los gritos retumbaban en la casa de madera y zinc. Además, la administración del dinero era tan irresponsable que, por primera vez, Raquel hacía sus necesidades en una letrina.

En esas cuatro paredes ocurría todo lo que el barrio había predicho, pero la vergüenza no le permitía a Raquel aceptar su realidad. “Me preguntaban: ´¿Cómo te va?´ (Y yo contestaba):´¡Bien, excelentemente bien!´”, narró la mujer, quien acepta que el haber regresado a su casa, la habría hecho sentir como una fracasada ante su madre.

Con subidas y bajadas, depresiones, enfermedades de los nervios, fibromialgia, ansiedad e insomnio, transcurrieron 28 años de matrimonio y nacieron tres hijos. Si hubiese salido de su casa vestida de blanco, hubiera tenido el valor de divorciarse. Pero aceptó los maltratos como si fueran un castigo que le tocaba pagar por su “pecado”.

Ya hace más de diez años que se divorció y viven en casas separadas, pero mantiene una relación amorosa con su primer y único amor. Lo ha amado, lo ha odiado, ha sentido pena por él, pero nunca lo ha dejado ir. El “despojo” que sintió el día que él abandonó la casa duró muy poco, y fue suplantado por un sentimiento de culpa.

“Yo lo estoy llevando al adulterio”, especuló en aquel momento, al reflexionar sobre las relaciones sexuales que tendría con otras mujeres una vez se olvidara de ella. No quería inducirlo al pecado. Acepta que es un círculo vicioso, pero está “clavado” en su mente que el matrimonio es para toda la vida. Solo intenta hacer lo correcto. Es un mandato de Dios.

Semblanza redactada en 2016.