Familia habla sobre los retos, miedos y fortunas del proceso de adopción
Madre, padre e hija cuentan la historia que los unió como familia. Uno inicia la anécdota y le cede el lugar a otro para que la desarrolle, con la confianza que se siente cuando se comparte cada etapa del proceso como protagonistas de un mismo cuento. Las risas y miradas tiernas dominan durante la conversación, y siempre hay un espacio para hacerle una caricia a la consentida de la casa, esa niña que llegó para cambiar la vida de Pablo y Migdalia hace 13 años.
La pareja unió su vida en matrimonio con la ilusión de convertirse en padres lo antes posible, mas transcurrieron los años y el tan esperado retraso menstrual nunca llegó. Hubo reclamos a Dios, estudios médicos, tratamientos para la infertilidad, pero el hijo biológico nunca se convirtió en realidad. Tras cuatro años casados, decidieron acudir al Departamento de la Familia para recibir orientación sobre el proceso de adopción, pero la trabajadora social solo les presentó trabas. Frustrados, desistieron de la idea.
Once años más tarde, sin esperarlo, surgió la oportunidad de reiniciar el proceso. Se reunieron con otra funcionaria en febrero, y dos meses más tarde llegó Katia a la casa con unas pocas mudas de ropa, una muñeca que le servía de compañera y mucha timidez.
Contrario a muchos padres adoptivos, que conocen y hasta eligen al que será su hijo, Pablo y Migdalia no vieron a la niña hasta el día en que comenzó una vida junto a ellos. “Llegó el día, y yo estaba como una loca. Yo caminaba de aquí a allá, del cuarto acá, miraba por la ventana, estaba loca”, contó Migdalia, para explicar cómo todo cobró sentido cuando tocó a la niña, de dos años, por vez primera. “´Katia, vente conmigo, vente´. Y ella me dio los brazos. Ella se me recostó aquí en el hombro. Era como quien dice: ´tú vas a ser mi mamá´. Y la trabajadora social mía empezó a llorar. Dijo: ´Primera vez que yo veo esto en mi vida´”, contó Migdalia con evidente emoción.
Ese primer día como padres, estuvo rodeado de inquietudes. ¿Dormirá bien? ¿Se acostumbrará a la casa y a nosotros?, se preguntaba la pareja sin poder evitar el llanto que le provocaba el miedo. Katia, por su parte, aprovechó el momento para acomodar en sus gavetas la ropa que recién le habían comprado. “Ahí Migdalia y yo nos miramos y nos echamos a reír. Dijimos entre los dos: ´Ella sabe que está en su casa´. Ya el miedo y todo se fue”, contó Pablo sonriente y con brillo en los ojos. Fue así como la niña los sosegó, en un intercambio de roles, haciéndoles vivir un momento que describen como mágico.
Pronto, la niña pasó a ocupar un primer plano en la vida de su madre, y los celos afloraron. “Pablo decía que yo la quería más a ella que a él”, contó Migdalia, entre risas, para reconocer que le costó trabajo adaptarse a ser mamá sin dejar a un lado su rol de esposa. “Después de 15 años solos, en que toda la atención era para el otro, ahora había una tercera persona que capturaba la atención”, reflexionó Pablo, mientras bromeaba con Katia sobre la “rivalidad” que surgió por compartir más tiempo con Migdalia.
La pareja siempre le explicó a su hija el proceso de adopción por el que la conocieron. Migdalia recordó con nostalgia cuando la niña la dibujaba con un abdomen gigante, y se dibujaba a ella misma dentro del vientre. “Yo lo interpreté como que ella tenía el anhelo de haber nacido de mi vientre, pero yo siempre le explicaba: ´Tú naciste del corazón, pero yo te amo como si hubieses nacido de aquí (señalando la barriga)´”, narró quien considera que el embarazo y el parto no son necesarios para ser madre.
Pablo y Migdalia habían anhelado tener una hija por muchos años, y, ahora que la tenían, sentían pavor de perderla. Imaginar que su madre biológica aparecía en búsqueda de su retoño era su peor pesadilla, pues temían que el dicho que asegura que “la sangre llama” les jugara en su contra y la niña quisiera regresar con quien la trajo al mundo. Sabían que el estilo de vida de la mujer no era uno saludable y distaba mucho del de ellos, por lo que no querían que la niña la conociera hasta tanto tuviera la madurez necesaria para entender y aceptar lo ocurrido.
A pesar de la curiosidad de Katia, el encuentro con su madre biológica nunca ocurrió, pues murió mientras se rehabilitaba del vicio de drogas con un tratamiento de metadona. Pablo, frustrado por no haber podido cumplir la promesa de que se conocerían, le enseñó una foto de su madre a la joven. Fue un momento difícil, con llantos y frustraciones, pero Katia entendió lo ocurrido. “Cuestioné a Dios, pero lo acepté”, expresó la joven, quien aún siente la curiosidad de haber escuchado la voz de quien la trajo al mundo.
Katia confesó que hubo una etapa de su vida en que dudó que sus padres adoptivos la amaran genuinamente. Surgió el cuestionamiento luego de que una compañera de clases insistiera en preguntarle cómo se sentía tener una madre que no la había cargado por nueve meses. “En algún momento, me puse a cuestionarme eso, pero Dios me contestó. Me contestó con las acciones que ellos me daban”, confirmó la adolescente convencida.
La unión familiar de Migdalia, Pablo y Katia se percibe en las miradas, la manera en que se comunican y las virtudes que destacan unos de otros. “Tal vez, si hubiese tenido un hijo biológico, no hubiese salido tan bueno. A lo mejor, pero no creo. ¡Mejor que tú, ninguno!, dice Pablo mirando a su niña mimada con un profundo afecto. No hubo embarazo, no hubo parto, hubo 15 años de espera y solo un instante para sentirse y ser padres. El lazo de amor y confianza ha hecho insustancial la diferencia sanguínea.
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