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Imagen recopilada de: Impacto Latin News

Muchos son los relatos, documentales y películas que discuten la emigración ilegal de mexicanos y centroamericanos a Estados Unidos. El tren de mercancías conocido como “la bestia” ha sido objeto de múltiples publicaciones que plasman la ruta triste y peligrosa de quienes se dirigen al norte en búsqueda de una mejor calidad de vida.

Guillermo, mejor conocido como Chungo, fue protagonista de este viaje. En su caso, le dijo adiós a la aldea de Chapagua, en Honduras, para trasladarse al estado de Nueva Jersey. El viaje, según cuenta, fue mucho más que una pesadilla: fue un verdadero infierno.

Hace 30 años, Chungo era un joven pobre, con esposa y dos hijas, que apenas tenía con qué alimentarse. Tomaba agua de río, cazaba iguanas de palo para poder comer y la pobreza le había quitado a su padre, quien murió de una infección en una muela. Llegó el día en que su hermana, que ya residía en Estados Unidos, pagó a un coyote para que lo trasladara hacia el soñado país. Hicieron falta dos mil dólares para coordinar el viaje.

El mapa identifica el Departamento de Colón, donde se escuentra la aldea de Chapagua.

Inicialmente, todo era ilusión. El joven soñaba con la llegada al país de la prosperidad, a pesar de que ello implicara abandonar a su familia. Casi podía palpar los dólares en sus manos, y, junto a ellos, la comida y el buen techo. Pero el camino le robó toda alegría. No tenía qué comer, tuvo que ver gente morir y, peor aún, ser testigo de los actos más viles que pudo haber imaginado.

La primera infamia ocurrió en Esquipulas, Guatemala. El grupo de 60 emigrantes se encontraba disperso, y una casa en medio de la nada era el punto de encuentro. “Me van a decir únicamente la verdad, porque a esas personas tenemos que cuidarlas. Levanten la mano quienes son señoritas”, solicitó uno de los coyotes. Nueve mujeres levantaron sus manos, y la “protección” que le ofrecieron fueron horribles violaciones. Chungo aún recuerda los “viejos barrigones que daban asco” y se aprovecharon de la ignorancia de las viajeras. Al día siguiente, se veía a las jóvenes que apenas podían caminar, con la sangre de su sufrimiento corriéndoles por las piernas.

Chungo se sentía en el infierno, pero tenía que continuar. En el camino, que se extendió por un mes, aprendió a ahuyentar a las serpientes cascabeles con el olor del ajo; a pasar los ríos desnudo para que la ropa no lo llagara cuando se secara; a delimitar estrategias para esparcirse por los pueblos, sin perderse y sin que nadie notara que había un grupo interesado en cruzar fronteras; a comer granos de café y guineos verdes y a tomarse el agua llena de gusanos, filtrándola con su camisa.

Lo que no pudo aprender fue a hacerse indiferente ante la muerte. Tiene que hacer pausas para frotarse las piernas y aliviar los escalofríos que le provocan los recuerdos. Aún puede escuchar los quejidos que servían de trasfondo en el camino de las noches, y permanece claro el recuerdo de un moribundo. “Era un señor engusanado. ´Mátenme, mátenme, no quiero sufrir (suplicaba el hombre)´. Y aquel Heriberto (su acompañante), con un palo, ¡pum!, le dio un vergazo aquí (señalando el cuello). Ahí quedó”. Hasta entonces, no había pensado que matar a alguien podía ser un favor.

Nacer en el momento equivocado también era sinónimo de muerte. A pesar de que los coyotes insistían en que no viajaran embarazadas, las mujeres, desesperadas por abandonar la pobreza, hacían caso omiso. Mientras soportaban, presionaban sus vientres con fajas, y, a mitad del trayecto, dejaban ver su estado. “Dos parieron en el camino. Los bebés los envolvieron y los dejaron en el camino”. En ese momento, abandonar al recién nacido era necesario para alcanzar su prioridad: Estados Unidos.

Para colmar la copa, una joven se lastimó el pie caminando por los senderos rodeados de imponentes abismos. Los viajeros estaban débiles y Chungo terminó encargándose de la mujer, que no podía caminar. Tras cinco días, estaba exhausto. Cargar con ella sería sinónimo de renunciar a llegar a su destino. “La dejamos en un monte, que hicieron guiso los guaraguaos esos, los lobos esos”, lamentó el hombre, quien aún recuerda las súplicas de la mujer para que no la abandonaran en medio de la nada.

Finalmente, llegó a los Estados Unidos, luego de montarse en “la bestia”, localizada en México, y ver cómo morían en los rieles aquellos que no lograron agarrarse bien del tren. Logró trasladarse hasta su destino: Nueva Jersey. Llegó sin bañarse y con una sola muda de ropa, la que llevaba puesta. “El mismo día que llegué, cayó una nevada. Y yo dije: ´Dios mío, ¿y esto qué es?´ Yo nunca había visto en mi vida eso”. Por fortuna, unos costarricenses le regalaron unos abrigos para que se resguardara del frío.

Diez años después, conoció a la mujer que le permitió adquirir la tarjeta de residencia permanente, una puertorriqueña con la que tiene un hijo y con la que aún comparte su vida en matrimonio. Cuando pisó suelo boricua por vez primera quedó anonadado con los carritos de compra llenos, y no podía tan siquiera creer que el gobierno le proveyera asistencia nutricional a más de la mitad de la población.

“A lo que yo era en Honduras, acá yo soy millonario”, comentó el hondureño, que tuvo que ser operado por los cálculos renales que crecieron en sus riñones debido a la cantidad de refresco que consumió cuando, al fin, tenía comida en abundancia. La estabilidad económica de la que goza hoy día le hace pensar que “Estados Unidos es el padre de todos los países”. Ni en pesadillas planifica abandonar la isla. “Yo llegué a este país y yo me siento el hombre más bendecido de la tierra. Ni así la madre mía bajara y me dijera: ´Hijo, regresé y estoy viviendo en Chapahua…´ Aun así, no regresaría”, concluyó.