Hasta el 11 de junio del 2002, William disfrutaba sus días entre su negocio de hojalatería y pintura, su casa y su familia. Mantener limpios los alrededores de su hogar y asegurarse de que los carros estuvieran en buenas condiciones era, más que un trabajo, una terapia de entretenimiento. Los fines de semana, paseaba junto a su esposa y sus dos hijas, de cuatro y cinco años, siempre como una familia unida.
El 12 de junio, hubo un giro radical. Como de costumbre, organizó un pasadía familiar en la Playa Manglillo, en Guánica. Al llegar, los más jóvenes no perdieron tiempo y comenzaron a brincar desde los mangles hasta el agua. Mientras tanto, William disfrutaba de la comida y un par de cervezas.
A eso de las 11:30 de la mañana, decide entrar al agua y, por qué no, tirarse de los mangles. Ese primer chapuzón fue lo suficientemente divertido como para intentarlo una vez más. Pero esa segunda ocasión fue la última vez que pudo disfrutar el sentir su cuerpo libre, mientras el sol y el viento lo acariciaban en su camino hacia la inmovilidad.
William no chocó con nada al caer al agua y no se lastimó por tirarse de la manera incorrecta. La explicación médica es que, al líquido estar frío, su densidad aumentó. Se creó una especie de pared, en términos químicos, que lastimó el cuerpo del hombre, dejándolo tetrapléjico. “Como no me choqué, no perdí conocimiento, pude aguantar respiración y floté. Pensé: ´Se chavó esto aquí. Voy a aguantar respiración, pero ¿hasta cuándo?´”, recordó el hombre.
Por fortuna, su esposa lo estaba viendo. “Vente, vamos a rescatar a papá”, le dijo a una de sus hijas, pensando que William solo intentaba entablar el típico juego en que el niño se convierte en superhéroe.
Alicia, su esposa, comprendió que no se trataba de un juego cuando William le pidió ayuda por no poderse mover. En grupo, lo llevaron hasta la arena y le hablaron de manera ininterrumpida para que no se durmiera.
La asistencia llegó rápido. Lo trasladaron a un hospital de Yauco, y luego la ambulancia aérea lo movió hasta Centro Médico, en Río Piedras, donde le confirmaron que las cervicales cinco y seis estaban fuera de sitio. Lamentablemente, la número cuatro estaba partida y había pinchado el cordón espinal. Los médicos aseguraron que William jamás volvería a moverse; solo podría escuchar y hablar. Aun así, efectuaron una operación para devolver las vértebras a su lugar.

Por fortuna, la vértebra rota no había separado el cordón espinal, por lo que el hombre, luego de meses tomando terapias, pudo recuperar la sensibilidad y un mínimo de movilidad. “Lo único es que no tengo fuerzas para nada. No puedo trasladarme, no puedo alzarme aquí y sentarme allá, no puedo subirme a la cama, bajarme, nada”, dijo sin lamentarse.
Tras la cirugía, William pasó a un hospital de rehabilitación, donde se convirtió en el paciente querendón. Su cuarto era el espacio de desahogo de los empleados y el escondite idóneo para ver la telenovela Gata Salvaje. La sicóloga no podía creer que William se encontrara tan estable, en términos emocionales. Los demás pacientes, aún con condiciones más sencillas, sufrían grandes depresiones y cambios anímicos constantes.
“Yo nunca, ni en el momento que me sacaron y me pusieron en la arena, hasta que salí de la operación y me llevaron al hospital de rehabilitación, nunca tuve esa negación. Yo acepté y traté de ser realista con lo que iba a venir”, dijo William con serenidad.
Solo un tema afecta a sus emociones sosegadas y, por tanto, no lo habla con nadie. Sin embargo, rompió el silencio y lloró. Lloró desconsoladamente. Se ahogaba mientras intentaba describir el sufrimiento por no volver a coger a sus hijas en brazos, por no poder bailar con ellas en sus quinceañeros y no poder tomarlas de la mano al cruzar de la calle. “Sí recuerdo las veces que yo mismo las iba a buscar a la escuela o las llevaba, o, si íbamos a algún la´o, cogerlas de mano y andar con ellas, cruzarlas de la carretera o, si estamos en un mall, cogerlas al hombro”, recordó afligido quien aún no se siente preparado para hablar del tema con sus hijas.
Pero estas limitaciones no han afectado su relación con sus niñas, ya jóvenes. Por el contrario, le brillan los ojos cuando habla de las hermosas cualidades que tienen sus retoños y lo mucho que lo respetan y aman.
Pero si a alguien admira es a su esposa. La menciona constantemente y las palabras no le son suficientes para agradecer su compañía incondicional. “Si no fuera por ella, no estuviéramos como estamos. Ella nunca me ha dicho que no para nada. Mira cómo me tiene, bien cuidaíto y bien arreglaíto siempre”, dijo el cincuentón entre risas. “Son 14 años (desde el accidente), que si pasara algo y ella decide cualquier cosa, pues también (estaré) agradecido por todo lo que me dio”, dijo tranquilo, después de 27 años de matrimonio.
Han sido muchos los retos, desde la gente que mira de reojo hasta la falta de estructuras públicas bien preparadas para personas como William. Pero si algo le molesta es la gente que, sin respeto alguno, ocupa los estacionamientos designados para impedidos, sin necesitarlos. Esto lo ha hecho considerar llamar a un programa televisivo para que lo acompañen por dos días y muestren cómo es la realidad de una persona impedida en Puerto Rico.
Aunque mantiene una actitud positiva hacia los retos, lo cierto es que nunca dejará de cuestionarse cómo sucedió todo. Por qué, sin chocar contra algo, perdió la libertad e independencia de su cuerpo. “Cuando yo me muera, se van a acabar todas esas preguntas y esas dudas”, aseguró William desde su silla de ruedas.
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