St. Vincent's Orphan Asylum Freeport
El St. Vincent’s Home for Children fue el orfanato en donde Charlotte pasó su niñez. Imagen de: cardcow.com

“Mi papá me echó en una caja de zapatos para llevarme al hospital a que me cortaran el ombligo. Tuvo que cruzar un río, y me caí dentro del río, pero no me pasó nada”, dijo entre risas. Y así comenzó la vida de Charlotte: el día de brujas de 1960, cayó al río con solo minutos de nacida, como un presagio de que debía prepararse para los tropiezos del futuro. Por suerte, resultó ilesa, como en todos los demás traspiés que ha sufrido a lo largo de su vida.

Transcurrieron cuatro años desde esa peligrosa caída hasta la muerte de su hermano, quien ingirió una planta venenosa cuando tenía tres. Su madre no pudo superar la tragedia, por lo que tuvo que ser internada para recibir tratamiento psiquiátrico. Tiempo después, Charlotte recibía el beso consolador de una monja en la entrada del Saint Vincent Home for Children, en Freeport, Illinois.

Lo que al principio parecía una tragedia, se convirtió en una dicha. “¡Esos años fueron muy buenos, los mejores!”, aseguró con energía, para añadir que el orfanato le gustaba tanto que ya no quería volver a su casa. Pero luego del tratamiento por el que pasó su madre, llevaron a la niña de diez años de vuelta con su familia, tras cinco años viviendo en el asilo de infantes.

“Me acuerdo cuando me fui, estaba llorando todo el día en el orfanato porque no iba a volver”, exclamó Charlotte, recordando el consuelo de Sister Eleonor, la monja más cercana a ella. “Volver a la casa de mi papá era totalmente diferente. Había mucha pelea y hablaban malo, a lo que no estaba acostumbrada”, enfatizó.

Como si no hubiese vivido suficientes cambios abruptos en su corta vida, cuando tenía 17 años su papá compró una propiedad en Puerto Rico, un país que resultaba ajeno para la joven. “Ahí no era quieres o no quieres. O es sí o es sí”, narró, para recordar con frustración lo difícil que se le hacía entender y hablar el español.

Sin embargo, lo más que sufrió Charlotte fue no tener las instalaciones adecuadas para practicar los deportes que tanto le apasionaban. “A mí siempre me gustaba educación física y aquí ni tan siquiera tenían un gym. Eso lo extrañé mucho”, lamentó.

La vida de la joven estaba llena de responsabilidades que le asignó su padre, por lo que tuvo que abandonar la escuela en el décimo grado y renunciar a los gustos propios de su edad. “Yo quería estudiar, pero no me dejaron. Quería ser maestra de educación física, pero no pude. En aquel entonces, a papi no le importaba. Me dijo que había que ayudarlo a él en la finca a coger café”, comentó sin animosidad, pero con voz grave.

Pasó cuatro años en Puerto Rico, pero ya sentía coraje. Un incipiente rencor la motivaba a irse al lugar donde sentía que pertenecía. Así que decidió “irse” con el galán que llevaba meses insistiendo en casarse con ella, quien le prometió una vida próspera, y hasta había conseguido trabajo y un lugar donde vivir para convencerla de dar el “sí”.

Pero la esperada estadía duró solo 18 meses, y regresaron a la isla. “Si hubiera sido por mí, me quedaba en Estados Unidos, pero él era un machista de clavo pasa´o. Había que hacer las cosas como él quisiera”, expresó con indignación.

“Desde que llegamos el primer día a Puerto Rico, se perdió. Se fue a beber y me dejó”, pronunció con rabia. Esa fue la primera de las tantas ocasiones en que su “galán” regresaba borracho y de madrugada.

El vicio se apoderó más, y cuando ya había trascurrido casi treinta años y tres hijos habían crecido, la situación era insoportable. “Llegó el momento en que se iba por la mañana a trabajar, llegaba al otro día y, sin bañarse, se tiraba al sillón. ¡Yo no lo podía soportar ya!”, exclamó sobresaltada.

Charlotte lamenta que perdió los mejores años de su juventud en esa relación por no haber sido lo suficientemente fuerte para tomar las riendas de su vida por vez primera, pero ahora tiene tiempo para celebrar el gran paso: el divorcio.

Ya cerca del medio siglo de vida, Charlotte encontró la felicidad, y la unió, en un pacto inquebrantable, a la vigorosa mano de la libertad. “Después de vieja, después que me divorcié, pude ser libre y hacer lo que yo quise. Hoy día me siento contenta, aunque nunca hay felicidad completa, pero me gusta ser yo y hacer lo que yo quiero y que nadie me diga lo contrario”, manifestó con la confianza que emana del placer de ser dueña de sí.

Hoy la reconocen por aquello que siempre le apasionó: el deporte. Ya no solo lo hace por entretenimiento, sino como parte de un equipo que la cataloga como una de sus mejores corredoras, a pesar de tener siete nietos de ventaja sobre la mayoría de sus compañeras.

Viaja la isla participando de carreras y no son pocas las veces que termina imponiéndose entre las primeras de su categoría. “Por el esfuerzo y dedicación, he llegado lejos con el deporte. El deporte significa salud y una manera de despejar mi mente, porque estoy sola ahora”, celebró, tras enfatizar que está en paz consigo misma.

Reconoció que su vida sería muy diferente si hubiese tenido carácter cuando más lo ameritaba. Tal vez sería maestra de educación física o una exitosa nutricionista en Estados Unidos, pero esa privación nunca la detuvo. Al contrario, va corriendo por la vida, esquivando con determinación los obstáculos y disfrutando su plenitud.

Si le preguntas cómo la afectaron esas duras vivencias, contestará con honestidad: “Yo creo que no me han afectado la gran cosa, porque yo considero que soy una persona fuerte de mente, y eso me ayuda. Hay gente que le da casco a las cosas demasiado, y yo, pues… si ya pasó, pasó”.

                                                                  *Se utilizaron nombres ficticios para la redacción de esta semblanza.*