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Sus radiantes ojos azules reflejan energía e ímpetu. Se imponen como el centro de atención, rodeados de profundas arrugas que trazan senderos, como si tuviese marcados en su piel los recorridos de la vida. Son 93 primaveras transitadas, pero aún procura maquillarse antes de salir a la calle, y elegir el pañuelo que mejor le combine para posarlo en su cabeza, que ya perdió la abundante cabellera que lucía en su juventud.

Esa es Mercedes: una mujer encantadora y apasionada, que disfruta el ayudar a los demás para aceptar de vuelta solamente el cariño. En esta etapa de su vida, ya no consume energías en recordar muchos detalles, pero guarda celosamente en su retentiva las marcas más importantes del camino: la locura de su madre, producto del encierro permanente con el que la maltrató su esposo (padre de Mercedes); su pasión por el merengue y su amor por Manolín, con quien compartió 51 años de matrimonio. En torno a estas vivencias giran siempre sus conversaciones, como si la repetición ayudara a mantenerlas vivas en su memoria.

Su edad no le ha robado la independencia. Todos los días sale de su residencia, localizada en una égida de Hato Rey. Se mantiene activa, al tiempo que se encarga de buscar sus medicamentos, comprar alimentos o simplemente entretenerse. No es raro que llegue al centro comercial San Patricio Plaza en las guaguas de la Autoridad Metropolitana de Autobuses o que camine hasta Plaza Las Américas para salir de la rutina de su apartamento. A pesar de que recorre las calles sola, incluso en las noches, no teme a ser víctima de un robo o ataque físico. Tampoco le teme a la muerte. Su única preocupación es perder la libertad de la que goza hoy día.

“Cuando Dios me quiera mandar a buscar, en sus manos yo pongo mi cuerpo. Si estoy durmiendo, que amanezca muerta, porque yo no quiero molestar a nadie”, explicó la mujer, quien se propone proyectos diariamente para efectuarlos por sí misma, de manera que pueda celebrar las energías que aún tiene.

Su edad tampoco la limita a pensar que los achaques y malestares durarán para siempre. Al contrario, aún tiene esperanzas de encontrar a un médico que le recete la cura para el dolor que siente en sus piernas, como si pudiera borrar de su cuerpo las huellas de casi un siglo de vida. Por ahora, no ha encontrado el remedio, y lamenta que el poco dinero que recibe por su Seguro Social tenga que invertirlo en medicamentos que no rinden frutos. Pero esta dificultad también tiene su lado positivo, pues afirmó que los obstáculos la hacen más fuerte para “soportar todo lo que venga”.

Para Mercedes, la muerte no es sinónimo de angustia. Al contrario, reconoció que imagina constantemente ese punto final, y está convencida de que solo su deceso podrá llevarla a reencontrarse con Manolín. “El espíritu de él me va a llevar”, afirmó convencida. “Tú me estás cuidando hasta que tú me mandes a buscar con Papa Dios. Cuando tú quieras que me vaya contigo, en tus manos yo dejo mi cuerpo”, articuló, haciendo referencia a las palabras que le pronuncia al espíritu de su amado todas las noches.

Mientras llega el momento del esperado encuentro, Mercedes recuerda los años que vivió con el marinero. Contó con cierta nostalgia los momentos que pasó con Manolín en la sala de baile más importante de Nueva York a mediados del siglo pasado: el Club Palladium. Se asoma su acostumbrada picardía cuando hace alusión a las clases de baile que le dio a su compañero de vida en ese entonces.

La nonagenaria eleva su voz cuando habla del amor que vivió con Manolín, quien fue su segundo esposo. “Ese fue el hombre que me quiso de verdad. Estuvimos 51 años casados, y ese hombre era adoración conmigo. ¡Ese hombre era locura lo que tenía conmigo!”, subrayó la mujer, quien todavía lleva puesto el anillo de matrimonio, como símbolo de la infinidad de su amor.

Tras la muerte de su esposo, la música cobró un sentido diferente. Es inevitable aceptar que era mucho más placentero bailar entre los brazos de Manolín, que disfrutar el ritmo sin tener a quién extenderle sus brazos. Pero la tristeza no anula sus destrezas. “La misma gente mayor se queda con la boca abierta con el merengue que yo bailo porque yo lo aprendí con él en el Palladium”, repitió Mercedes con entusiasmo, al hacer referencia a la primera vez que bailó en público luego del deceso de su marido.

“Iban a hacer una actividad, donde yo vivo, a los pocos meses de él estar muerto, y me decían: ´Mercedes, si eso no es na´. Ya el murió. Diviértete y eso se te olvida, y poco a poco vas funcionando y no lo maltratas a él en nada. Al contrario, te sientes mejor´”, recordó Mercedes, quien aseguró que disfruta de entretener a la gente con su danza y que siempre lo hace con seriedad, respetando la memoria del fenecido.

Casi diez años han transcurrido desde que Manolín murió. Desde entonces, la vida de Mercedes se centra en decorar su apartamento, hacer sus diligencias y despejar la mente de vez en cuando bailando un merengue en centros comerciales o actividades de vecinos.

Enamorarse nunca ha estado en sus planes, pues nunca encontrará a un hombre que la haga olvidar a su único amor verdadero. Claramente lo decía Manolín cuando otros hombres intentaban seducirla: “Eso es mío hasta que Dios nos mande a buscar”. Mercedes tiene claro que es cuestión de tiempo. Mientras tanto, un merengue le sirve de medicina.