Déjame contarte algo de mi propia vida común.

Según pasan los años, con las alegrías y retos que va trayendo y llevándose la vida, he aprendido cuánto pueden cambiar los sentimientos, creencias y prioridades de una persona.

En mi caso, las lecciones han tenido como resultado que cada vez me importe menos tener el «mejor» trabajo, con el «mejor» puesto y el «mejor» salario; que cada vez me importe menos estar siempre maquillada y de punta en blanco; que cada vez me importe menos el hacer contactos y conseguir esa «GRAN» oportunidad con la que todos soñamos alguna vez.

Evidentemente, quiero seguir creciendo como profesional, pero cada día valoro más mi tranquilidad, mi desarrollo emocional y espiritual, la familia, y el sentir que pertenezco.

Con esta reflexión en mente, me he dado cuenta de que QUIERO VOLVER A CASA… y todo el que me conoce sabe que mi casa es el campo, mi casa es la montaña, mi casa es el oeste… ¡Mi casa es San Sebastián!

Hace ya más de 11 años que me mudé a «la capital». En un principio, solo para estudiar. Esos primeros años fueron un caos emocional. Por un lado, miraba mi futuro con ilusión y, por el otro, me acostaba llorando con un miedo irracional de que algo le pasara a mi Mamita o a mis sobrinos, y que yo no estuviera ahí con y para ellos.

Foto del 2010, limpiando mi primer apartamento sanjuanero, mi hospedaje mientras estudié en la IUPI

Poco a poco, fui superando mis miedos, creciendo, conociendo amigos, fui independizándome. En San Juan tuve mi primer trabajo, viví sola por primera vez, terminé mis estudios graduados, y en San Juan conocí al amor de mi vida (que, por suerte, es mayagüezano, y comparte mi amor por el oeste).

Pero esos 11 años no borran que en Pepino crecí, que ese terruñito me regaló a mis amigos, mi formación y mi familia; que allí veo crecer a mis sobrinos, allí comparto con mi madre. Pepino es ese espacio donde siento la calidez de la gente, y aprecio su forma de ver y vivir la vida. Allí me siento tranquila y segura, no solo por las estadísticas de criminalidad, sino porque es mi refugio. Volvemos… es donde pertenezco.

Sí. Reconozco que puedo tener una idea romantizada de mi pueblo. Pienso en Pepino, y veo al pitirre cantando frente a la casa de mi madre en las mañanas; siento la brisa y hasta el frío que por allí se disfruta; aprecio el atardecer desde la lomita del hogar que me vio crecer, al lado del palo de caimito. Pienso en Pepino, y veo las estrellas que en San Juan son opacadas por la contaminación lumínica, veo el patio verde y disfruto la privacidad por la distancia entre casas.

Atardecer desde Pepino ☀️

Pienso en Pepino y saboreo los frutos frescos, e imagino a los hijos que aún no tengo corriendo por algún monte, en tranquilidad y en contacto con la naturaleza. Nos veo en el río o en las playas del oeste, nos veo comiendo el mejor pan, de la panadería de mi barrio.

No lo niego. No deja de asustarme el alejarme de donde aparentemente están las «grandes oportunidades», y tampoco digo que no vaya a extrañar el tenerlo todo a menos de cinco minutos de distancia (el que me conoce sabe que me refiero a mi segunda casa, Marshall’s 😂)… Pero no me haría falta el tapón, las filas, el apuro, la hostilidad… Y les aseguro que no me harían falta los tiroteos que escucho desde casa, ni el miedo de que me asalten mientras echo gasolina, hago ejercicios o tramito una gestión cualquiera.

Quiero volver «a la isla», como le dicen los de aquí, sin saber de lo que se pierden. Quiero encontrarme a gente que no veo hace años, mientras compro el desayuno o hago compra. Ese sentido de comunidad aquí no existe. Como diría Residente, quiero volver a ser yo.

Mi Pepino querido, espero que tengas un rinconcito esperando por mí 💓