¡Qué ilusión! ¡Qué emoción! ¡Qué felicidad!
Las personas cercanas a mí saben que llevaba más de dos años buscando comprar una casa en el área metropolitana, para estar cerca de mi trabajo y el de mi esposo.
Sin embargo, siempre fuimos conscientes de que esa decisión era basada en la «necesidad», y no porque era lo que genuinamente queríamos. Con todo el respeto, nunca hemos sido muy fans de San Juan, a pesar de que reconocemos las oportunidades que aquí podrían surgir para nuestras carreras.
Nuestro enfoque era claro. Queríamos una casa con patio, que no se pasara de nuestro presupuesto, y lo más importante: que estuviera ubicada en un lugar seguro, punto que en la capital y sus municipios limítrofes es de EXTREMA importancia.
Pero ¿qué sucede? Conseguir una casa acá que cumpla con esos tres requisitos es básicamente imposible, máxime con las condiciones actuales en el mercado de bienes raíces. Tendríamos que estar dispuestos a ceder en alguno de los puntos: comprar una casa sin patio, que estuviera pegada ventana con ventana con otra; pagar un dineral por una casita, o vivir en un lugar en el que no estuviéramos en paz. Ninguno de esos puntos era negociable, y por eso tardamos tanto en conseguir la casa de nuestros sueños.
Hasta que un día se nos prendió el bombillo, y cambiamos completamente el panorama: «¿Y si nos mudamos a San Sebastián?» La pandemia ya nos había abierto el camino del trabajo remoto (aunque sea unos días a la semana) y podríamos tener la casa con la que tanto hemos soñado, y hasta por menos de lo que queríamos pagar.
En San Juan, estuvimos buscando dos años; en Pepino, conseguimos casa en menos de dos meses. No solo eso, una casa que nos enamora a ambos, con un patio hermoso, en un lugar que inspira pura paz, y lo mejor de todo, cerca de nuestras familias y en la tranquilidad de mi pueblito.
Así que… ¡me regreso a casita! Y me llevo un mayagüezano para que sea adoptado en las Vegas del Pepino. 💓
¿Que cómo reaccionó mi madre? Aquí les dejo la respuesta:
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